Según la mitología mexica, al morir, el alma debía emprender un extenso viaje hacia el Mictlán, el inframundo gobernado por Mictlantecuhtli y Mictecacíhuatl. Para lograrlo, debía atravesar nueve niveles que representaban distintas pruebas de purificación y desprendimiento. En este recorrido, el Xoloitzcuintle, consagrado al dios Xólotl, era el único ser capaz de guiar al difunto.

El mito relata que el alma debía cruzar primero el río Apanohuacalhuia, con ayuda del Xolo, que la llevaba sobre su lomo; después enfrentaba montañas que chocaban entre sí, sierras de obsidiana, vientos helados y corrientes de agua llenas de flechas.

En los últimos niveles, el alma debía dejar atrás su cuerpo, sus recuerdos y su nombre, hasta llegar al Chicunamictlán, el noveno nivel, donde alcanzaba finalmente el descanso.

Se decía que solo los difuntos que habían tratado bien a los perros en vida recibían su ayuda, mientras que aquellos que los maltrataban eran condenados a vagar eternamente en la orilla del río. Por eso, el Xoloitzcuintle se convirtió en símbolo de lealtad y de paso seguro hacia el más allá.

CON INFORMACIÓN DE DOMINIQUE FEMAT

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