Cada año, al llegar noviembre, México se llena de color, aroma y tradición. Las flores de cempasúchil pintan los altares y las tumbas, el incienso invade el espacio y las casas se iluminan con velas encendidas, guiando a los seres queridos que ya partieron de regreso a sus hogares.
El Día de Muertos no solo es una de las festividades más emblemáticas del país, sino también un reflejo profundo de cómo los mexicanos entienden la vida, la muerte y la memoria.
En estas fechas, altares y espacios públicos se llenan de calaveras de chocolate y azúcar, pan de muerto, agua, sal, veladoras y los alimentos favoritos de los difuntos. La finalidad es clara: recordar a los muertos y “recibirlos” en su regreso temporal para compartir con los vivos.
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El 7 de noviembre de 2003, la UNESCO declaró el Día de Muertos Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad, reconociendo la riqueza cultural de las comunidades indígenas mexicanas.
Aunque muchos creen que su origen es puramente prehispánico, la historia es más compleja: esta celebración es un ejemplo del sincretismo entre la cultura hispana y la indígena.
Una historia de encuentros culturales
El culto a los difuntos llegó desde Europa durante la Edad Media, cuando la iglesia católica instituyó el Día de Todos los Santos y el de las Ánimas del Purgatorio. Con la colonización, estas prácticas se mezclaron con las creencias prehispánicas sobre la muerte, dando lugar a una diversidad de ceremonias que se mantienen hasta hoy.
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En la época prehispánica, la muerte era un elemento central de la cultura: los cuerpos se envolvían en petates y sus familiares organizaban fiestas para guiar a los difuntos en su recorrido hacia el Mictlán, el inframundo mexica. Los pueblos originarios, como mexicas, mixtecas, zapotecas y totonacas, adaptaron la veneración de sus muertos al calendario cristiano, coincidiendo con el final del ciclo agrícola del maíz.
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De esta manera, el Día de Muertos surge de la fusión de rituales indígenas y católicos, celebrando el retorno temporal de los familiares fallecidos a la Tierra, quienes cruzan el Mictlán para estar con los vivos.
Es una tradición que ha perdurado por más de 500 años, reflejando la riqueza cultural y espiritual de México, y que año con año sigue reuniendo a millones de personas en torno al recuerdo y la celebración de la vida.













